El tiempo que no pasa o la actualidad de El Zarco
(Texto presentado en el marco de la XIV Conferencia Latinoamericana de Crítica Jurídica, en la mesa de arte y derecho, coordinada por Aleida Hernández Cervantes y Humberto Rosas Vargas. Ciudad Universitaria, Ciudad de México, 23 de octubre de 2019)
El tiempo que no pasa o la actualidad de “El Zarco”
Por: Luis Octavio Vado Grajales
Ignacio Manuel Altamirano es uno
de nuestras más importantes plumas literarias del siglo XIX. Autor lo mismo de
novelas que de discursos, intelectual lanzado de cabeza en la brega política
que conocía la realidad de los pueblos indígenas por venir de uno, es un buen
ejemplo del modelo de hombre público de su época en México.
Me había tardado en leer su obra,
tal vez porque no soy muy dado a la novela romántica. Sin embargo ahora ya he
leído “El Zarco”, en una cuidadosa edición con transcripción, estudio preliminar y notas
de Manuel Sol, de la Universidad Veracruzana, y debo decir que el texto me
sorprendió.
La novela trata de dos amores,
uno casto entre una joven mestiza y un honrado herrero indígena; el otro
arrebatado que surge entre una mujer apasionada y el líder de una banda de
salteadores. Esta trama sirve de base para hablar de pueblos sometidos a la
rapiña de grupos de delincuentes, autoridades incapaces, indolentes o
francamente coludidas con los facinerosos y comunidades que deben unirse para
defender ya no solo sus propiedades, sino sus vidas.
¿Le suena todo esto?
Y de repente me di cuenta que Altamirano
no hablaba de Morelos en 1861-1863 (entonces parte del Estado de México) sino
que escribía proféticamente de tiempos mucho más recientes y de diversas
regiones de nuestro país. Cierto, la historia moralizante hoy no cuadra, ya no
se usan caballos para asolar pueblos, y
los adornos de oro han sustituido a los de plata, pero fuera de eso…
Vayamos por partes. Iniciemos con
la historia moralizante: Altamirano encomia en su texto a Pilar, la mujer que
se entrega al cuidado de sus mayores, que es pasiva y conciliadora; la mujer
que literalmente teje una corona de azares que no sabe si usará en su boda o en
su funeral. Esta mujer es capaz de amar en silencio al hombre que quiere a
otra, y jamás se atreverá a revelar su amor, rompiendo su postura pasiva
solamente frente a una injusticia suprema. Este amor será correspondido por el
honrado hombre de campo, Nicolás, indígena de origen y eficiente obrero (en el
hecho de que no es campesino podemos ver la idea del “progreso” de la época)
que se dará cuenta de que ama en realidad a la humilde (no de cuna sino de
actitud) huérfana en lugar de a la esquiva y rebelde hija de familia.
Un amor casto y puro. Un amor de azares
y no de rosas rojas.
La otra pareja es presa de la
pasión. Manuela es la criolla altiva que desprecia a Nicolás y ama al Zarco.
Mujer que ama y desea, o mejor dicho que según Altamirano confunde la pasión
con el amor, prefiere al criminal porque representa el peligro en medio del
miedo, porque se significa como la oportunidad de tener el lujo al que no puede
acceder en un pueblo perdido en el campo. No se dice, y no podría desde luego
decirlo Altamirano, pero se insinúa que ha dejado que la pasión carnal no solo
brote, sino que se exprese de forma física en el rellano del muro de la huerta
en que se reúne con el Zarco.
Este amor va a ser condenado por
la muerte y la locura. Parece decirnos Altamirano que una mujer que se deja
llevar por la pasión y que obra en consecuencia solo puede hacerlo de forma
interesada y desalmada, causando males a su madre (que piadosamente quería
casarla con Nicolás) así como así misma.
En lo narrado la novela es un
excelente ejemplo de la sumisión femenina que solo puede y debe ser protegida
por el hombre. Incluso la honrada matrona no puede hacer valer sus derechos
sino es por medio de figuras masculinas que hablen en su nombre. La voluntad de
la mujer está sojuzgada tanto en el derecho como en la práctica social, y si se
rebela como lo hace Pilar sólo se justifica por el amor puro y por la
injusticia patente; vuelto el orden la mujer regresa al papel pasivo.
Así una mujer que obra por sí misma
y no recibe castigo es prueba de que el mundo se encuentra al revés.
Si este fuera todo el relato la
novela no tendría un mayor encanto que el gusto por el estilo entre romántico y
realista de la narración, y podría servir como buen ejemplo de la situación
jurídica y social de la mujer en el México del siglo XIX. Pero el mérito que no
pudo sospechar Altamirano se encuentra en la prodigiosa y dolorosa actualidad
del texto.
Insisto. Altamirano escribió la
gran novela mexicana del siglo XXI.
La situación política que retrata
es la de un gobierno federal débil y gobiernos estatales así como municipales
faltos de recursos, impotentes frente a las bandas criminales o francamente
aliados a las mismas. De hecho el Zarco y sus compañeros han sido miembros irregulares
del ejército, así que el propio aparato público los ha prohijado y les ha dado
legitimidad al servirse de su fuerza. ¿Esto nos recuerda algo?
Los criminales de la novela son
reales, en su momento y hoy. Plateados se les llamaba por su gusto por la plata,
que usaban del sombrero a las botas, montaban lujosos caballos y tenían un gran
poder de fuego al contar incluso con un cañón. Hoy acostumbran el oro en
cadenas y en las cachas de las pistolas, han dejado el caballo por las trocas y
no usan cañones, pero pudimos ver recientemente en Sinaloa el poder de fuego
que tienen.
También aquí encontramos a la
mujer. Las que se van con los bandidos decimonónicos se enfrentan a una vida de
riesgo y peligro, a la posibilidad de perder a “su hombre” o de ser compartida
entre todos. Una vida que es presentada como desagradable y degradante. No hay
moral posible entre quien decide el lado del crimen, y como no puede haber más
motivación que la lujuria o el dinero, no hay tampoco salvación posible.
La banda del Zarco es derrotada
por una mezcla entre justicieros sociales y la propia comunidad que se ha
cansado de ser víctima. El presidente Juárez (segundo personaje indígena
positivo) ha sancionado una especie de ley del hierro que hace de cada árbol en
Morelos el óptimo cadalso para cualquier facineroso, y torna en juez inapelable
al líder de los justicieros. El pueblo, parece decir, es el único que puede
salvarse a sí mismo, y no hay que temer que se equivoque en la labor.
La autoridad municipal es
presentada como débil, la local como coludida con el crimen. Solo Juárez
representa al poder que quiere obrar justamente pero no puede hacerlo, y en una
especie de devolución de la soberanía, regresa al pueblo la potestad de la
justicia.
El derecho es usado como mero
pretexto para ejercer o no el poder. Sirve para apresar malamente a Nicolás y
para liberar al Zarco. No sirve para que la autoridad sin recursos enfrente al
crimen, y se auto diluye para que sea la comunidad sin ley pero con justicia
natural la que consiga la paz.
Cuando funciona el derecho lo
hace para destruirse en búsqueda de algo más alto.
A veces la historia aparenta
repetirse sin más cambios que los que produce eso que llamamos progreso. Pero
parece decirnos que en el fondo poco hemos cambiado. Desde luego esto es una
mera ilusión, un perverso efecto de oasis que no nos deja ver del todo la
realidad.
Sin embargo qué sobrecogedor
resulta leer hoy “El Zarco”.
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