Díptico sobre Shakespeare
Ricardo,
ese espléndido demonio
El
teatro no es fiel espejo de la vida, sino su representación esquematizada,
puntuada de forma que el dilema que enfrentan los personajes refleje un
conjunto de situaciones mayor que la que se presenta de manera inmediata; una
obra nos permite reflexionar sobre temas que en un primer vistazo no parece que
estuvieran en la mente de su autor.
“La
tragedia de Ricardo III” es una obra de Shakespeare presente en nuestra
imaginación colectiva; basta decir que la serie “House of Cards” basada en un trio de novelas de Michel Dobbs,
es una reformulación de la obra del dramaturgo británico.
Ricardo,
ese espléndido demonio, ejemplifica al
político que tiene un objetivo único y egoísta,
está dispuesto a hacer lo que sea para conseguirlo, no lo detiene ni la
moral ni el derecho, no respeta jerarquías, edades o incluso a su propia madre.
Su primo Bukingham es un ser
acomodaticio que encuentra la manera de estar con el ganador; mientras Catesby
es el arquetipo del servidor abyecto.
Dentro
del drama hay una reflexión sobre el poder y el derecho. El texto o la puesta
en escena pueden verse como un ejemplo de los dilemas de ambos, los peligros
que trae al gobernante el confiar excesivamente en sus personas más inmediatas,
o el enfrentar los asuntos de Estado con un espíritu a la vez ingenuo e
inestable. También pueden apreciarse los problemas del tirano con el derecho;
Ricardo desprecia cualquier norma que obstaculice su obtención del trono, pero
necesita cubrir los procedimientos mínimos y debe servirse del propio derecho
para asegurar la corona en su cabeza.
Aquí
usted observará que el derecho es un límite para la acción política, partiendo
de la idea de que no porque algo pueda hacerse es correcto que se haga, siendo
lo jurídico ese parámetro de corrección, sobre todo el escrito en la
Constitución e interpretado por los tribunales.
Las
leyes y los actos de autoridad se hacen conforme procedimientos ya fijados,
Ricardo lo sabe y por eso pretende usar esas formas externas para cubrir sus
actos reprobables, pero en términos jurídicos sus intentos son fallidos ya que
los procedimientos no son un fin en sí mismos, sino mecanismo para asegurar en
lo posible la adecuada creación de actos jurídicos conforme principios y
valores.
Igual
que en la obra, en la realidad el derecho no vale por sí mismo, ni siquiera una
constitución, ya que es un medio para conseguir objetivos determinados. Visto
de esta manera, la constitución de todo país persigue ciertos fines, ya sea la
libertad, la igualdad, la dignidad humana, el libre desarrollo de la
personalidad, la justicia social, el bien común, la emancipación de las masas,
entre otros según la ideología en que se base.
Ricardo
tiene que recurrir a asesinos para que hagan en la oscuridad lo que no puede
hacer a la luz del día sin juicio previo; cuando por su orden mueren hombres y
mujeres de la nobleza viola los derechos a la vida y a un juicio justo. Usted
puede ver en toda su trascendencia lo que sucede cuando el derecho no es usado
como límite sino como mero manto para cubrir tiranos.
A
veces aprendemos más sobre el derecho en la literatura que en textos
académicos. Los poetas y los dramaturgos suelen expresar de mejor manera los
dramas que esboza la realidad.
De
los coriolanos o los falsos demócratas
Pero
desprecia al pueblo, a los plebeyos. Duda de su razón como multitud, de su
inteligencia en lo individual, y de sus tribunos en lo personal.
Tiene
a los ciudadanos por cobardes en las batallas, lo que es su único parámetro
para medir a los hombres.
Siente
al mismo tiempo un profundo respeto por las instituciones que legitiman el
dominio de los patricios, su clase. Quiere a la nueva Roma como una república
aristocrática; la caída de los reyes, en su mente, no debe ser el ascenso de
los plebeyos.
Los
tribunos del pueblo, hábiles políticos, conocen bien las ideas de Coriolano, a
quien se podrá acusar de cínico pero no de hipócrita, y se encargan de poner a
los plebeyos en su contra, aún en el momento de la suprema victoria del
General.
Coriolano
quiere el consulado, pero se rehúsa a solicitar el apoyo popular para serlo. Le
parece repulsiva la tradición de vestirse con ropa desgarrada y mostrar a los
ciudadanos sus heridas de guerra, y no se siente obligado a seguirla; más al
querer el cargo acepta cumplir el rito y de forma burlona pide el voto.
Los
tribunos plebeyos no tienen más que incitar al pueblo para que castiguen la
actitud del patricio, consiguiendo su expulsión de Roma. Coriolano, lleno de
furia por haber sido víctima de aquellos a quienes desprecia, se alía con los
enemigos de su patria para vengarse de la afrenta.
Tenemos
así a un valeroso hombre público que quiere los votos ciudadanos para quitarle
el poder al pueblo. La aristocracia de la sangre (lo mismo la de origen que la
derramada) y del valor despreciando a la base de la república.
Tengo
la intuición de que Coriolano mereció una condena doble, una más de la que
apunta Shakespeare: los dioses lo castigaron a revivir en cada democracia
moderna.
El
personaje central de la obra es un estupendo ejemplo de quienes desconfían del
pueblo en tanto lo consideran carente de virtudes y de razón, considerando a
sus representantes como maniobreros carentes de ética; pero que a la vez piden
su apoyo para decidir el rumbo de sus naciones.
No
es poco común encontrar en el mundo esta postura, incluso en versiones más
diluidas. Refleja cierto tipo de concepción, que me aventuro a denominar
“aristocracia de las ideas” que parte de asumir varios presupuestos, que serían
los siguientes:
La
superioridad moral: quien observa por encima del hombro al pueblo parte de
considerar que tiene valores, creencias, que son mejores y más elevadas que las
de la mayoría. Esta convicción íntima nace de la falta de contraste de las ideas
propias con las que tienen las demás personas; puede ser que se finja escuchar
a los otros, pero esto se hace más como un ejercicio de legitimación o de
“buena educación”, que como una auténtica apertura a la razón de los demás.
La
superioridad intelectual: la acumulación de grados, la obtención de estos en
escuelas o universidades con renombre público, otorgan no solo conocimiento o
pericia técnica, sino también un halo de superioridad intelectual que embrutece
al que lo lleva. Es, diría, como la sombra del árbol venenoso, que impide
reconocer en las demás personas una razón no sólo distinta, sino posiblemente
acertada.
La
ceguera social: se aprecia al mundo a
partir de la experiencia personal, que es siempre limitada, parcial y
circunscrita temporalmente. Lo que no cuadra en los cartabones que se han
construido en ese mundo interior, que es el único que se acepta, es inexistente
y carece de consideración.
La
actitud paternalista: dados los altos valores morales y la formación personal,
esto otorga el derecho a decidir por los demás, que no han sido lo
suficientemente “afortunados”, condenando a la ciudadanía a una especie de
infancia eterna. Tal vez podríamos verlo como una aplicación nociva de la frase
“nobleza obliga”.
Coriolano,
y sus reencarnaciones, no creen en uno de los principios del diálogo en su
forma clásica, que es el respeto por la otra persona. El filósofo Robert Apatow
lo llama “amistad” cuando afirma que “El diálogo requiere el espíritu de la
amistad porque es un tipo de relación que necesita un ambiente donde prime el
cuidado, el interés, la confianza, la comprensión y el sentido de justicia de
los participantes”. La benevolencia de la superioridad exige la aceptación de
los demás.
Imponer
la razón propia, como lo hace el personaje de nuestra obra y sus
reencarnaciones en distintos países, no es un rasgo democrático. De hecho,
intuyo que afirmar “el pueblo se equivoca” o “el pueblo acierta” revela un
pensamiento de corte aristocrático u oligárquico.
Y,
tal vez, algunas personas encuentren razones para pensar en las virtudes de un
gobierno aristocrático, de un mando encomendado a las mejores personas; de
hecho la ciencia política y el derecho actuales tienen varias corrientes que,
sin decirlo, tienden a ese tipo de organización pública. Pero en un ejercicio
de honestidad intelectual, sería exigible que quienes así piensan plantearan
sus posturas en consecuencia, afirmando que quieren la aristocracia y no la
democracia.
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