Cambio de paradigma

 

Por: Luis Octavio Vado Grajales

El paradigma de la transición se ha agotado, en particular para lograr dos objetivos: primero, para explicarnos la realidad política actual; segundo, para defender las instituciones jurídicas y políticas nacidas bajo su égida.

Así, nos toca hablar de las posturas jurídicas que la acompañaron, y preguntarnos si también se encuentran agotadas.

Claramente, al menos desde los años noventa del siglo pasado, estas dos posturas fueron el garantismo y el principialismo; hermanas, pero no gemelas que forman parte de esa familia extendida llamada Neoconstitucionalismo.

Su adopción por la academia y la judicatura mexicana tuvo mucho sentido, pues en los momentos en que se pasaba de la mera liberalización del sistema político a la creación y consolidación de instituciones encargadas de una conducción democrática (para algunos, apolítica) se requería una epistemología distinta de la que tradicionalmente había nutrido el entendimiento de la Constitución mexicana.

Se requería un nuevo constitucionalismo, de raigambre democrática. Uno que se separara del modelo que todo lo explicaba a partir de nuestra historia, de peculiaridades políticas reales o ficticias. Esto tuvo un mérito innegable: nos hacia contemporáneos del pensamiento jurídico mundial, no como una especie de circuito jurídico cerrado.

Garantismo y principialismo, que desde luego tienen diferencias de las que no me ocuparé porque para este ensayo no es necesario, compartían algunos rasgos que resultaron relevantes para el caso mexicano. Destaco lo siguientes:

1.    Una priorización de los derechos humanos (o fundamentales) como el centro del constitucionalismo

2.    Claramente, una toma de posición a favor de los tribunales como guardianes y últimos intérpretes del sentido del texto constitucional

3.    La sujeción de la política al Derecho

4.    La importancia de la dimensión internacional de los derechos, así como la creación de sistemas supranacionales de su protección

5.    El desmantelamiento de los poderes del Ejecutivo, considerados excesivos

6.    Un cierto desinterés por el aspecto estructural del Estado, más allá de la promoción y defensa de los organismos constitucionales autónomos

Estos elementos resultaron muy atractivos para la juristocracia mexicana, pues en un momento donde se desmontaba el sistema político tradicional, pero no terminaba de nacer uno democrático, en momentos donde se avanzaba un paso con la amenaza de retroceder dos al siguiente, estas visiones, de lo que podemos llamar un constitucionalismo duro resultaron fundamentales para afirmar derechos, limitar el poder político, y abrir espacios a la democracia.

Así, la adopción de este constitucionalismo duro no fue producto meramente de las traducciones de los libros de autores italianos, o la llegada de literatura española que iba en el mismo sentido. Tampoco fue, al menos no en un inicio, una mera imitación extralógica de ideas extranjeras; fue el acompañamiento necesario para la transición a la democracia. Le dio a esta un sustento teórico-juríridico que necesitaba.

Pero más aún, sirvió para utilizar a los tribunales como palanca que acelerara, o al menos evitara frenar, los cambios; sobre todo a partir del respaldo a peticiones concretas de concesión o reconocimiento de derechos, lo mismo de las mujeres que de grupos indígenas o afromexicanos, de la comunidad LGBTIQ+, etc.

Como todo movimiento jurídico que aspira a la dominación intelectual, se extendió por las escuelas y facultades de Derecho. Este constitucionalismo duro que resultaba necesario en un momento de cambio, se enseñó en las aulas, se reprodujo en libros, también en sentencias que se estudiaban en aquellas y en estos.

Un círculo perfecto. A grado tal que parecía que, fuera de esta cultura constitucional no había otra; o si existía, era minoritaria.

Pero al lado, tal vez soterradamente dentro de este modelo, se encontraba otro, el del constitucionalismo neoliberal, que creció al mismo tiempo y floreció, amparado en un modelo económico a la vez que político, que venía tal vez de unos años atrás, a inicios de la década del ochenta. Este modelo contaba con los siguientes rasgos:

1.    Adelgazamiento del aparato gubernamental, mediante el desprendimiento de empresas públicas

2.    Reducción de las capacidades de control económico del gobierno

3.    Apertura comercial lo más amplia posible (o imposible) mediante compromisos internacionales

4.    Levantamiento de las medidas de protección de las empresas nacionales

5.    Debilitamiento de los sindicatos (sin buscar necesariamente su democratización)

6.    Reducción de los espacios de decisión política mediante la creación de órganos técnicos

7.    Priorización de los derechos individuales, control de los derechos sociales

Y, además, un capitalismo de cuates.

No debemos confundir ambas corrientes. Quienes sostenían (y sostienen) el constitucionalismo fuerte no necesariamente abrazaban al neoliberal, y viceversa; recuerdo el caso de un autor de esta segunda corriente, que sostenía la justificación económica de pagar menos a las mujeres porque se podían embarazar y entonces el patrón debía pagar parte de su salario, lo que jamás hubiera postulado quien se adscribiera a la primera corriente.

Pero, por otra parte, tampoco eran modelos necesariamente contrarios; en todo caso, admitían algunos matices que les permitían en la práctica ser funcionales al mismo tiempo, si bien autolimitándose; es más, las concesiones de derechos, el sometimiento a una judicatura técnicamente competente, entre otros rasgos del modelo fuerte, coincidían también con el neoliberal.

Con los cambios políticos que estamos viviendo, es claro que ahora se apuesta por una nueva constitucionalidad; se remodela el sistema político resultado del voto popular, y el paradigma transicional se agota. Frente a esto, el derecho así como las instituciones construidas durante su periodo son puestos en la picota, no son pocas las voces que piden su sustitución.

Frente a esto, ¿qué sucede con el constitucionalismo fuerte?

La respuesta es ambigua. El nuevo modelo de constitucionalismo que está naciendo no lo niega del todo, pues respalda el reconocimiento y concesión de los derechos, pero de alguna forma pone en crisis sus demás presupuestos; además, al criticar abiertamente el constitucionalismo neoliberal, con una declarada intención de modificar lo que significó para el país, de refilón afea al constitucionalismo fuerte.

Incluso hay quien los confunde, un error que va más allá de la ceguera para el matiz.

Pero el nuevo constitucionalismo aún se está construyendo. Más como un producto legislativo que como una reflexión académica, con algunas excepciones como la muy destacada de Jaime Cárdenas. Y si quiere afincarse firmemente, requiere una teoría jurídica que lo respalde, para que sea no sólo voluntad legislativa, sino todo un entramado de teorías, métodos y prácticas que sustenten la nueva constitucionalidad.

No se gana solo legislando.

¿Es compatible con el constitucionalismo fuerte? Es muy pronto para saberlo, pero me parece que no, si bien un punto central en el que no ha sido capaz de ofrecer una alternativa es en el muy importante del control constitucional: fuera del debate inmediato y circunscrito a las reformas, no hay un planteamiento que pretenda o sustituir el control judicial, o encontrar alguna forma compartida de su ejercicio.

Pero hay corrientes del derecho que podrían voltearse a ver: a la izquierda, las corrientes críticas, entre otras, los Critical Legal Studies, corriente americana de un derecho de izquierda con fuertes elementos del marxismo, feminismo y psicoanálisis, que evidencia el carácter político del derecho, lo que es su mayor fuerza pero también representa su debilidad, ya que no va mucho más allá.

También está el Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano, que por un lado reivindica las luchas indígenas, así como de los grupos socialmente desfavorecidos, que sostiene la necesidad de un poder político fuerte para enfrentar a los poderes económico y mediático. Un modelo en el que se pone en crisis la división de poderes como contrapeso; lo que nos guste o no, es parte de nuestro diseño actual, desde luego hijo de la desconfianza popular que nos heredó el constitucionalismo americano.

Existen también quienes critican el poder de la judicatura. Waldron y Tushnet van por ahí. Creo que también podrían encontrar algo en Bruce Ackerman, su Revolutionary Constitutions aportaría reflexiones valiosas.

Se podrá cuestionar si no somos capaces de crear una teoría nacional. Habría que preguntarnos si es posible una teoría absolutamente nacional, que no fuera meramente una dogmática.

Todo esto, ¿implica la desaparición del constitucionalismo fuerte? No. Sigue siendo dominante en la academia, aunque claramente se enfrenta a una disputa por las inteligencias jurídicas, reto que no tenía antes. Es posible que se renueve, que encuentre la manera de ajustarse a la nueva realidad, matizando algunos de sus rasgos.

También cabe la posibilidad de que se busquen nuevos referentes hacia la derecha. Sin duda, la propuesta de un Adrian Vermeule y el neoconservadurismo católico americano resultará atractiva.

Hay, desde luego, otras posibilidades. El constitucionalismo dialógico de Gargarella y Nino, que pensado también en buena medida desde América Latina, como el Nuevo Constitucionalismo, pone el acento en la discusión pública, así como en el reconocimiento de que no siempre la última palabra constitucional estará en la judicatura; pero que desconfía de someterlo todo a una decisión popular meramente dicotómica.

En lo personal, esta postura es la que me agrada, porque cumple una función cívica al fomentar un debate que, al exigir la consideración de igualdad, nos hace reconocernos a todas y todos como parte de la misma ciudadanía, con la posibilidad de disentir, a la vez que con la oportunidad de convivir; que también reclama de quien gobierna la actitud abierta consistente en aceptar que, aún actuando de buena fe, no siempre su actuar será perfecto.

Son tiempos emocionantes para ser constitucionalista.



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