Reflexiones sobre la democracia liberal (en la versión de Winston Churchill)

 Churchill escribió siete preguntas que deberían contestarse los países que quisieran ser democracias. Estos cuestionamientos, en la versión que presento resumida, son[1]:

1.- ¿Existen tanto la libertad de expresión como la posibilidad de criticar y oponerse al gobierno?

2.- ¿La ciudadanía tiene el derecho de cambiar al gobierno que ya no aprueba?

3.- ¿Los tribunales están libres de la intromisión del ejecutivo y de las amenazas de las turbas así como de cualquier asociación con los partidos políticos?

4.- ¿Los tribunales aplican leyes que están basadas en los principios de la decencia y la justicia?

5.- ¿Habrá un trato justo tanto para las personas pobres como para las ricas, para las personas privadas como para quienes pertenecen al gobierno?

6.- Los derechos de las personas, sujetos a sus obligaciones con el Estado, ¿se mantienen, aseguran y promueven?

7.- ¿Las personas pueden tener la seguridad de que no serán detenidas por una policía al servicio de un solo partido, ni que serán juzgadas o maltratadas sin un juicio público?

En el actual maremágnum de libros que se ocupan del decaimiento de la democracia (por enumerar algunos de los últimos años: “Why Democracies Dies”, “Facism. A Warning”, “The People vs. Democracy: Why Our Freedom is in Danger and How to Save It”, “Crises of Democracy”, y “The Ligth That Failed”) las siete preguntas churchillianas son una guía sintética de lo que debe ser una democracia.

O al menos, una democracia liberal. O mejor dicho, una democracia liberal modelo 1944.

La decantada fórmula del británico fumador de puros invita a usarse como lista de comprobación, y tal era su idea original, que la había formulado pensando en el caso de la Italia posterior a Mussolini. La perfecta síntesis así como el prestigio de su creador invitan a usarla hoy día, sin atrevernos a modificar nada. Me parece que para quienes están convencidos de la democracia liberal, el listado tiene plena vigencia.

 Y ahí formulo mi primer apunte: la democracia es un concepto tan amplio y general que no puede reducirse mediante el adjetivo “liberal”.

Por tanto, afirmar que la liberal es la única forma de la democracia implica un reduccionismo que, cuando menos, exige una sólida argumentación que la respalde. La esencia atlántica de esta forma política no puede ni debe ser omitida. Seguramente para el político británico, hijo del conservadurismo democrático de Disraeli (transmitido por la veneración a la figura paterna, encarnada en el muy mediano lord Randolph Churchill) era la única democracia posible.

Pero hoy no es así. Existen otras formas de entender el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. No sé si mejores, pero existen, y preferir una sobre otra requiere razonar, no imponer.

Fijado lo anterior paso a ocuparme de cada pregunta formulada por el distinguido político:

La primera: libertad de expresión y derecho de oposición: si la democracia implica en algún grado la decisión popular de asuntos públicos, esto supone tanto el diálogo como la existencia de opciones. El diálogo no es discusión, en la democracia significa el respeto por la razón de la otra persona, el compromiso de construir un acuerdo aunque sea temporal, y el aprecio por la otra vida.

En esta visión lo primero que destaca es la necesidad del intercambio de ideas para la toma de decisiones, para que esto suceda se requieren tres libertades, dos que están expresas en la pregunta de Churchill (expresión y oposición) y una tácita (información)

La cuestión actual se encuentra en la libertad tácita apuntada. La información que recibimos y que utilizamos para formar una opinión siempre es parcial y cruzada por sesgos. Las voces que escuchamos, las plumas que leemos (esta misma) son parciales, aún de buena fe. Pero ese no es el problema, o es uno inherente a la condición humana.

El problema radica en la manipulación. Ya lo ha apuntado Boavenutra de Souza, el mundo occidental presumía la libertad de expresión, de la que no se gozaba detrás de la cortina de hierro (expresión popularizada por Churchill a partir del llamado “discurso de Fulton”), sin embargo la realidad es que se invierten grandes esfuerzos y sumas de dinero en “guiar” y “controlar” la discusión pública.

Ahí están el Big Data, la minería de datos, el micro marketing. La trama rusa. Los bots. Las fake news…

¿Qué tan informada es nuestra opinión? ¿Qué tan libre es?

El derecho a oponerse implica ventilar públicamente las diferencias. Expresión y decisión van de la mano, y desembocan en la posibilidad de oponerse.

Derecho a informarse, a opinar, a buscar convencer a los demás para proponer un cambio de políticas. Y también de políticos. Esto excluye la posibilidad de argumentos totalitarios.

Pasemos a la segunda pregunta. ¿La ciudadanía tiene el derecho de cambiar al gobierno que ya no aprueba? Se pregunta el distinguido británico. Esta pregunta, que se relaciona con la primera en la que ya se enunciaba el tema de la oposición, consiste en esencia en cuestionarnos si existen elecciones competitivas.

Este tipo de elecciones, siguiendo a Adam Przeworski, son aquellas donde quien esta en el gobierno (persona o partido) puede hacer muchas cosas para continuar en él, pero aún así puede ser cambiado por la voluntad popular. El politólogo polaco lo explica con claridad en “Why Bother wit Elections”, los partidos intentarán hacer todo lo posible para llegar al poder o para quedarse en él, pero si aún haciéndolo hay la posibilidad de que sea derrotado quien gobierna, tenemos elecciones competitivas.

Debes recordar algo: los partidos son tan virtuosos como la gente que los conforma.

Las elecciones competitivas requieren una conducción imparcial de la contienda. Esta, en muchas partes del mundo, se ha encargado a los ministerios o secretarías del interior; en México hemos optado por crear órganos autónomos que organicen y califiquen las elecciones porque nuestra lastimosa historia democrática así lo ha aconsejado. El diseño de las autoridades electorales mexicanas tiene como origen la desconfianza en el Ejecutivo para conducir elecciones con imparcialidad.

Ahora la afirmación churchilliana implica que las y los votantes evalúan al gobierno. Ahí, como ya lo apunté en la columna anterior, toma relevancia el derecho a la información, que en periodo de campañas tiene como una forma de presentarse la propaganda político-electoral. Los partidos y candidaturas debaten no solo sobre sus propuestas, sino también acerca de la labor realizada por el gobierno en turno.

Campañas de contraste, se les suele llamar.

Sin embargo, no existe, no puede existir, un parámetro único para la evaluación. No se le puede decir a un o una votante que “si el partido en el gobierno cumplió al menos el 51% de sus propuestas debes votar por él”; por tanto, cada quien examina los éxitos y los fracasos del gobierno conforme su personal criterio; y sabemos que ahí entran lo mismo las emociones de la mente que las razones del corazón.

Por ejemplo, cuando decides tu voto, ¿bajo qué criterios evalúas al partido que gobierna?

Ahora bien, esas elecciones deben tener un efecto. De nada serviría que el pueblo (palabra que prefería Schmitt) vote por un partido o candidatura y un poder superior anule el resultado solo por no ser el que esperaba.

La tercera pregunta es ¿Los tribunales están libres de la intromisión del ejecutivo y de las amenazas de las turbas así como de cualquier asociación con los partidos políticos? Independencia judicial, le llamamos.

En una democracia liberal la independencia de los tribunales resulta esencial, entre otras cosas, para proteger a las personas de los deseos de la mayoría. Principalmente la protección de los derechos fundamentales.

Esto genera una tensión irresoluble entre tribunales y democracia. Entre el poder de los jueces y el de los legisladores. En el fondo la pregunta sigue siendo ¿quién es el guardián de la Constitución?y si la decisión popular puede o no tener límites.

En todo caso la independencia judicial en una democracia liberal forma parte del sistema de contrapesos. Una judicatura que no es independiente se vuelve un departamento del ejecutivo o el legislativo, y por tanto no sirve para limitar el poder. Y ahí está la clave de la democracia liberal: ningún poder, ni el popular, es absoluto.

En otros modelos democráticos se reclama que la judicatura esté al servicio, no del gobernante, sino de una causa común, que es la de la transformación social. En otros, como el constitucionalismo de Waldron si lo he entendido bien, se distingue entre la protección de las personas por conducto de las sentencias de los tribunales, y la derogación de normas democráticamente logradas por decisión de la judicatura, aceptándose solamente lo primero.

Ahora, al repasar la pregunta del político inglés, puede observarse que no se refiere solamente a la independencia judicial frente al gobierno, sino también frente a otros factores, como la opinión popular, y también los partidos políticos.

Es cierto que la función judicial no debe buscar el aplauso. Que dictar sentencias no es un asunto de ganar o perder adeptos, pero al menos cuando hablamos de cuestiones constitucionales, ya Néstor Pedro Sagüés se ha referido a la “interpretación previsora”, como aquella que toma en cuenta los posibles efectos de una resolución.

La judicatura lo sabe. Ahí tenemos las sentencias que buscan cambiar políticas públicas o costumbres sociales.

La independencia frente a los partidos se explica por sí sola. Pero hay otra que, me parece, se vuelve fundamental y queda un poco insinuada en la afirmación de Churchill. Me refiero a la separación de la judicatura y los grupos de poder económicos y religiosos, que en ocasiones pueden tener más posibilidades de presión que el gobierno mismo.

Dicho de otra forma, la independencia judicial se requiere tanto de los poderes constitucionales como de los reales.

Ahora la cuarta cuestión. ¿Los tribunales aplican leyes que están basadas en los principios de la decencia y la justicia?, y la quinta. ¿Habrá un trato justo tanto para las personas pobres como para las ricas, para las personas privadas como para quienes pertenecen al gobierno?

La primera de las dos preguntas del párrafo anterior se refiere, en un país de derecho codificado, a la labor realizada por el Legislativo. Decencia y justicia son conceptos que pertenecen a mundos distintos, el primero al de la moral y el segundo al de la ética; y desde luego ameritan mucho más que una columna, así que los abordaré aquí dando simplemente los primeros esbozos de un cuadro que supera mi objetivo.

La labor legislativa debe atender a principios políticos, a razones históricas. Esto además sin pretender imponer un único modelo de virtud; como puede observarse la labor no es sencilla, porque implica que la representación popular se asuma como tal, lo que implica que esos “principios de la decencia y la justicia” sean los de la ciudadanía representada.

Esto pasa por el tamiz de las ideologías y propuestas de los partidos, así como por las visiones personales de quienes legislan.

Me parece que una forma de medir la calidad de la labor del Poder Legislativo es revisar el proceso democrático de creación de las leyes, tema sobre el que ya publiqué aquí una serie[2] a los que remito para profundizar en el tema.

La pregunta relativa al trato justo hoy adquiere una relevancia trascendental: ¿es posible asegurar un trato justo para todas y todos quienes vivimos en estas tierras, asumiendo la enorme desigualdad y pobreza que existe en nuestro país? Según los datos de la Encuesta Intercensal del INEGI de 2015, somos 119,938,473 personas; ahora atendiendo a la información del CONEVAL del año 2018, solo 27.4 millones de habitantes en México no se encuentran ni en pobreza ni son población vulnerable.

La realidad mexicana es que la inmensa (el adjetivo no es casual) mayoría de la población se encuentran en pobreza o en circunstancias de vulnerabilidad por ingresos o por carencias sociales, particularmente en los estados de Chiapas, Oaxaca y Guerrero, si seguimos con la información del CONEVAL.

Estos datos no hacen pensar que el principal problema para que México acceda a la democracia liberal es la profunda desigualdad, dado que esta presenta problemas estructurales para obtener un trato equitativo. No es meramente una cuestión de que en las oficinas de gobierno se trate de la misma manera a todas las personas, es que la inequidad real es tan profunda que hace imposible pensar en que se pueda tener un trato justo.

Otro dato para documentar la preocupación: siguiendo con el CONEVAL la diferencia entre los ingresos del decil I y el decil X es de 26 veces.

¿Es posible que exista una democracia liberal en un país con una fractura tan grande? Tal vez si, pero eso dependerá de la convergencia de una serie de factores[3].

Los dos cuestionamientos finales son si los derechos de las personas, sujetos a sus obligaciones con el Estado, ¿se mantienen, aseguran y promueven?, y ¿las personas pueden tener la seguridad de que no serán detenidas por una policía al servicio de un solo partido, ni que serán juzgadas o maltratadas sin un juicio público?

Como ya abordé, existe una tensión entre derechos y democracia, que tiene que ver no sólo con la protección de los primeros, sino con su propia definición y el procedimiento para instituirlos. Pero una vez fijados en la norma constitucional existe el mandato de su protección y promoción, no porque así se diga expresamente, sino porque es un efecto de la naturaleza suprema de una constitución.

Este mandato, que incluso el propio político británico probablemente entendía que iba más allá del gobierno y llegaba hasta los particulares, presenta varias complicaciones que aquí simplemente apunto por referencia a la acción pública: la primera es la coordinación entre poderes que, dado que los pesos y contrapesos son un dogma de la democracia liberal, se entrelazan en materia de derechos fundamentales.

La segunda es la palabra final sobre el cumplimiento adecuado de los fines de mantenimiento, aseguramiento y promoción. ¿Quién decide en última instancia si se han cumplido? Desde la visión más ortodoxa del liberalismo la respuesta es sencilla, los tribunales o cortes constitucionales; desde otros modelos de democracia la respuesta sería distinta.

Y ciertamente vale la pena preguntarnos sobre el ultimo decisior de la constitucionalidad de los actos de autoridad, considerando diversas posibilidades, ya que no es lo mismo juzgar un caso particular mediante una sentencia con efectos relativos, que resolver mediante un proceso judicial la inconstitucionalidad de una norma con efectos generales. Aquí el constitucionalismo dialógico se vuelve una propuesta que atempera el poder definitorio que las cortes tienen en el modelo liberal.

La última pregunta tiene una doble relación con las seis anteriores, por un lado tiene que ver con los derechos de las personas; por otro se imbrica con la posibilidad de oponerse al gobierno, lo que quiere decir en este modelo confrontarse con las mayorías.

Un estado policiaco, que persigue la disidencia y que niega los derechos o los utiliza como un discurso justificatorio, no es una democracia liberal sino un estado totalitario o autoritario; ahora bien, de todos quienes actúan en cualquier punto de la geometría política se debe exigir un comportamiento democrático, no solo del gobierno.

La publicidad de los juicios permite conocer el estado del sistema judicial, así como las razones y criterios con que obra, de manera que se pueda evaluar la calidad de sus resoluciones y su compromiso con los valores del tipo de democracia del que hemos hablado.

Las siete preguntas churchillianas siguen siendo válidas para cuestionarnos sobre la existencia de una democracia de tipo liberal, algunas creo que pueden extenderse a otras visiones sobre el gobierno y los derechos; aún hoy son una especie de lista de verificación de utilidad.

Cierro con una reflexión: en buena medida las discusiones sobre la democracia podrían ser más provechosas si definiéramos, de inicio, a qué tipo de democracia nos referimos[4], de igual forma deberíamos evitar suponer que todas las personas están de acuerdo con la que nosotros tenemos, y en último lugar, no podemos pretender que se acepte aquella en la que creemos solamente por mera imposición intelectual.

La democracia no admite absolutos.



[1] Vid. “Churchill. The Power of Words”, de Martin Gilbert, Da Capo Press, 2013, p.336. Traducción y adaptación de las preguntas por el autor.

[3] Vid. MORLINO, Leonardo, Cambios hacia la democracia. Actores, estructuras, procesos, México, Siglo XXI Editores y Universidad Autónoma de Querétaro, 2019 (traducción de Ángeles Guzmán y Paloma Guzmán)

[4] Como ejemplo de las distintas posibilidades, Leonardo MORLINO en su obra citada, aborda las siguientes definiciones de democracia: procedimental, genética, minimalista, normativa, representativa liberal, responsiva, participativa, deliberativa, asociacionista, igualitaria o social, buena gobernanza y, buena democracia.

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